Vaquero del mediodía: el verdadero poeta

Por ANDRÉS TAPIA

En The Usual Suspects (Bryan Singer, 1995), Verbal Kint (Kevin Spacey) cuenta a Dave Kujan (Chazz Palminteri) durante un interrogatorio, una leyenda oscura en torno a un criminal llamado Keyser Söze, un traficante de drogas presumiblemente turco.

De acuerdo al testimonio de Kint, un grupo de mafiosos húngaros desea apoderarse de toda la operación que maneja Söze y se presentan en su casa, violan a su mujer delante de sus hijos y permanecen ahí hasta que él se aparece. Le dicen que quieren su negocio, todo su territorio y, como prueba de que no están alardeando, asesinan a su hijo mayor. Cuando amenazan con hacer lo mismo con su hija, Söze mata a dos de los mafiosos y después a su mujer y a sus otros dos hijos.

El último criminal que resta, petrificado por lo que acaba de presenciar, recibe la venia para marcharse no sin antes escuchar de Söze que prefiere ver a su familia muerta antes que seguir viviendo después de lo que acaba de pasar. Kint dice entonces al agente Kujan que Söze persiguió al resto de la banda y no sólo los asesinó a ellos, también a sus esposas, hijos, padres, amigos, que quemó las casas en las que vivían, los sitios en los que trabajaban y que también asesinó a aquellos que les debían dinero.

“¿Quién es Keyser Söze? Se supone que es turco. Algunos dicen que su padre era alemán. Nadie creía que fuese real. Nadie lo vio o supo de alguien que hubiese trabajado directamente para él, pero al escuchar a Kobayashi decirlo, cualquiera podría haber trabajado con Söze. No puedes saberlo. Ese era su poder. El mayor truco del diablo fue hacerle creer al mundo que no existía. (…) Y así, ¡poof!, se esfumó”.

No puedo evitar pensar en Keyser Söze luego de ver el documental Vaquero del mediodía de Diego Enrique Osorno que hace unos días se estrenó en Netflix. Diego, un periodista de primera línea que gusta de abordar historias inusuales, inició el año 2009 la búsqueda de un poeta mexicano que había desaparecido misteriosamente.

Se llama, llamaba (con los desaparecidos las declinaciones de los tiempos verbales suelen ser inciertas como su destino), Samuel Noyola. Y para decirlo de un modo complicado que en realidad pretende ser simple, Noyola es a las letras de México lo que pudo haber sido Tomás Felipe “el Trinche” Carlovich al fútbol argentino: la leyenda más grande, por encima de Maradona y de Messi… que nunca se concretó.

Noyola es un secreto repetido en susurros en el medio literario de México y, al mismo tiempo, un desconocido cuyo talento consiguió la admiración del Premio Nobel Octavio Paz –quien se convirtió en su mentor– y luego se precipitó en una espiral de autodestrucción tras la muerte de este. Su obra cumbre, Tequila con calavera, un poemario publicado por Editorial Vuelta con la aquiescencia de Paz, le granjeó el ascenso al Olimpo de la poesía mexicana, un sitio al que infortunadamente nunca llegó.

De tutear a las estrellas en vez de estar conversando con las flores, Noyola descendió al infierno tan sólo para imaginar cómo sería arder en llamas. Una vez ahí se bebió todo el alcohol que estaba a su alcance sin darse cuenta que su talento se agotaba en cada sorbo.

No es Samuel Noyola, sin embargo –aunque sea la razón, la causa y el pretexto–, el pie que golpea la pelota y la hace estremecer las redes. Es la narrativa de Diego Enrique Osorno, un arqueólogo del periodismo que, con los modos de Indiana Jones, está a la búsqueda del Santo Grial. Pero no por razones de índole universal sino, simple y sencillamente, por reconectar con una idea primigenia que –en las horas inéditas de la pandemia del virus SARS-CoV-2, de líderes megálomanos que amenazan con conducir al Mundo a tiempos oscurantistas y de la polarización global que ya no se refiere sólo a hemisferios, ideas políticas, religiones y pasiones–, intenta salir a flote en medio de un naufragio.

¿Puede surgir y existir la poesía en medio del horror? Esa es la pregunta que se hace Diego en Vaquero del mediodía al tiempo que recopila testimonios, relatos e historias acerca de un hombre tocado por una gracia que, paradójicamente, sin pudor va dilapidando a sorbos de Jack Daniel’s, cerveza barata y mezcales inmundos, su talento para ordenar las palabras, el lenguaje y el sentido, orden y armonía que consigue con ello.

Vaquero del mediodía es un delirio, pero es un delirio extraordinario. Y, sin embargo, no es el delirio de Samuel Noyola, el delirante y patético poeta que, quizás, hoy podría ser el segundo Premio Nobel de Literatura de México. En lugar de ello es sólo un mal ensayo de lo que fueron Poe, Pushkin y Baudelaire, verdaderos y absolutos poetas malditos.

Samuel Noyola existió como una promesa incipiente de la poesía en los círculos literarios de México en la década de 1990. Hablaba y fascinaba. Escribía y sometía. Era un Mesiah y, como tal, se encaminó al cadalso, pero, excepto él, nadie lo sometió, crucificó ni clavó una lanza en su costado.

La historia de Noyola, narrada en sitios improbables, por testigos cuestionables, por admiradores imparciales, por gente que lo conoció y por personas que imaginaron lo conocieron, es un poema que me remite al personaje de Keyser Söze: “El mayor truco del diablo fue hacerle creer al mundo que no existía. (…) Y así, ¡poof!, se esfumó”.

Vaquero del mediodía es la historia de un poeta malogrado cuya obra, sin embargo, permanece en la memoria de unos cuantos que le conocieron. Si hoy aspira a ser universal es por causa de la memoria de un individuo que mucho se parece a Indiana Jones en tanto anda en busca del Santo Grial.

Se llama Diego Enrique Osorno. El verdadero poeta.