The Crown: ¡Mi reino por la verdad!

Por ANDRÉS TAPIA

El verano de 1485, en una región situada al sur de Gales, Ricardo III, el último rey de la casa de York y de la dinastía Plantagenet, habría sido descabalgado o caído de su caballo, y abandonado por este mientras combatía en la llamada Batalla de Bosworth en la que perdió la vida. Las crónicas y tradiciones orales de la época lo refieren gritando: “¡Traición, traición, traición, traición, traición!”. Pero en la obra escrita por William Shakespeare y que lleva su nombre, el dramaturgo pone estas palabras en su boca: “¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”

En el cuarto episodio de la cuarta temporada de The Crown (Netflix, 2020), titulado en inglés “Favourites” y en español “El favorito”, la reina Isabel II, cuestionada por el duque de Edimburgo, su esposo, en relación a cual de sus cuatro hijos es su favorito, decide sostener una charla en privado con cada uno de ellos con la finalidad de saber cuál de ellos lo es, si es que verdaderamente tiene un favorito.

Cuando tiene lugar la conversación con Andrew, este le pregunta sin hacerlo directamente cuál será el título que le concederá cuando contraiga matrimonio. En algún momento de la charla la reina suelta la palabra York. Y dice: “ Se me acaba de ocurrir. Ese ducado suele ser para el segundo hijo y tiene una larga tradición castrense. Andrew le responde: “Como en la canción “The Grand Old Duke of…”, a lo que la reina asiente. Su hijo entonces le pregunta: “¿Los últimos duques de York no llegaron a ser reyes?” Isabel II confirma lo anterior acotando que ocurrió debido a la muerte o abdicación inesperada de sus hermanos. “En tu caso no sólo tendría que morir Charles, también tendrías que matar a sus hijos”.

Andrew, en el imaginario colectivo el más improbable favorito de Isabel II y en la realidad el favorito, responde: “El duque de York tiene antecedentes: Ricardo III”. Con una sonrisa y una risa a media vela desplegada, la reina adula a su tercer hijo: “Sí, eres astuto”.

El porqué de lo anterior no lo van a encontrar en las crónicas rosadas y perfumadas de las patéticas revistas del corazón que ante el estreno de la cuarta temporada de The Crown saldrán a contar su versión maniquea y superficial de la historia con tal de ganar unos cuantos likes y parecer interesantes, mundanas y cultas. Les sugiero suscribirse a la Encyclopaedia Britannica y leer, de verdad, acerca de la historia. A la larga les va a costar menos anualmente que lo que pagan por la plataforma más cara o más barata de videos por streaming. Y van a aprender mucho más.

Pero lo anterior no es una descalificación a The Crown, sino un elogio. Lo que ahí se ha dejado entrever a lo largo de las tres temporadas anteriores, y en esta cuarta que parece una ampolla repleta de pus que ha reventado, es una representación muy cercana a la realidad al punto que la casa real del Reino Unido ya dejó entrever, de manera velada, su disgusto por lo exhibido en una de las series más exquisitas que ha producido la compañía de Reed Hastings.

Predecibles, las revistas del corazón van a atizarle duro al príncipe de Gales, se pondrán del lado de Diana y volverán a elevar a esta a los niveles de la madre Teresa de Calcuta. Bien por ellas. En lo personal encuentro más destacable la inclusión de la primera ministra Margaret Tatcher, personificada por Gillian Anderson, y no exagero al decir que la suya es una de las actuaciones más memorables de la historia en cualquier formato.

La Dama de Hierro en todo su esplendor: sus taras familiares, su educación patriarcal, el desprecio a su madre y a la adoración a su padre al que fustigará cada vez que tiene que enfrentar a los políticos hombres que la rodean tan sólo para humillarlos y vencerlos. Y en el otro lado del espectro la ama de casa que prepara la cena, que asume la condición de ese estereotipo de la mujer que no se corresponde con el cargo que detenta y desempeña.

La Dama de Hierro, la Tatcher, que llora delante de la reina ante la desaparición de su hijo en una competencia automovilística en el Norte de África, la que desprecia a su hija por considerarla débil, y la que debe doblarse ante la traición de sus colegas de partido que terminan expulsándola del mismo.

Margaret, la mujer que recibe de la reina Isabel II, en una ceremonia privada, clandestina, la Orden al Mérito en uno de los actos de sororidad más extraordinarios que han tenido lugar en la historia del feminismo. Margaret, la mujer que no me simpatizaba, que no le simpatizaba a nadie y, sin embargo, es una de las mujeres más extraordinarias que han existido.

Luego está Diana (Emma Corrin), sus ojos azules, su condición natural de princesa que no requiere de la formalidad de un título. La boda del siglo, el príncipe que quizá no sea rey y que habrá de abdicar a favor de su hijo. El hombre que, como en la más fallida tragedia de Shakespeare, estaba enamorado de una mujer identificada como una bruja, pero que para él es una princesa de cuento de hadas.

Y en medio de todo eso los conflictos que enfrenta una nación que es un referente en la historia del mundo: el conflicto bélico con el Ejército Republicano Irlandés, la Guerra de las Falkland o las Islas Malvinas, el desempleo vivido por causa de las políticas implementadas por Margaret Tatcher, la no condena por parte de esta del Apartheid en Sudáfrica, y al final, no al principio, el puente que dará pie a la siguiente temporada, acaso la última, de The Crown: el desaguisado marital entre el príncipe y la princesa de Gales.

Me adelanto un poco, ya lo sé. Pero, cuando lo pienso, a partir de la manera en que ha sido planteada la serie, imaginar la narrativa que será construida para relatar la muerte de Diana y los conflictos posteriores, me excita tanto como imaginar a Donald Trump pedir perdón al pueblo de Estados Unidos o, en su defecto, verlo marcharse con la cola entre las piernas como los perros apaleados.

La mayor parte de lo que ha presentado The Crown es verídico, pero habrá acaso algunos momentos o fragmentos que pertenezcan a la ficción. Shakespeare hizo decir a Ricardo III que entregaría su reino por un caballo para volver a la batalla y no estar en desventaja.

Yo entrego el mío por la verdad. Pero si lo expuesto en The Crown es una mentira, y dudo mucho que lo sea, me quedo con esa mentira, con esa maravillosa mentira que es la historia del reinado de la reina Isabel II de Inglaterra.